Por Aimée Padilla
Antecedentes: las minorías religiosas y el anticlericalismo en el México posrevolucionario
En el México de mediados del siglo xix habitaba un pueblo que Jean Meyer describió como “profundamente evangelizado”, de “cristiandad monolítica” que por lo general era sumamente hostil hacia la disidencia religiosa. Serían las Leyes de Reforma, la Constitución de 1857 y los triunfos liberales de 1860 y 1867 los que forjarían las condiciones propicias para que las confesiones distintas a la católica pudieran, por fin, entrar legalmente al territorio mexicano y echar raíces duraderas.
Los protestantes son quienes mejor aprovechan esta oportunidad. No sólo fueron tolerados, sino que el gobierno de Benito Juárez les dio la bienvenida. El presidente Juárez estaba convencido de que la felicidad futura y la prosperidad de la nación dependían del desarrollo del protestantismo. En una ocasión expresó su deseo de que el protestantismo adquiriera un carácter mexicano mediante la conquista de los indios, pues éstos, a su juicio, necesitaban una religión que los hiciera leer y no gastar sus ahorros en veladoras para los santos.
De esa manera se estableció un importante precedente, aprovechado con diversos matices por los gobiernos de Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz: uno de los principales obstáculos para la realización del proyecto de nación del Estado liberal era la oposición de la Iglesia católica, por lo que la tolerancia legal o el apoyo gubernamental a las minorías religiosas podía servir para convertir a éstas en un elemento de presión, en unas espinas clavadas en el cuerpo de la Iglesia, que podían ayudar a inclinar la balanza en favor del Estado.
El notorio anticlericalismo del régimen de Lerdo fue atemperado por Díaz, quien si bien no canceló la protección ni el apoyo gubernamental al protestantismo, consideró necesario llevar a cabo una política de conciliación con la Iglesia católica. Con toda proporción guardada, el resultado fue favorable para ambas corrientes del cristianismo. Por un lado, los protestantes lograron desarrollar una pequeña pero floreciente comunidad en México, que para 1910 tenía alrededor de cien mil fieles.
La Iglesia católica conoció un periodo de gran auge, comparable al del periodo de evangelización del siglo xvi. Entre 1867 y 1917 se fundaron trece nuevas diócesis y 19 seminarios entre 1864 y 1911. El número de sacerdotes aumentó de 3232 en 1851 a 4461 en 1910. Además, la Iglesia emprendió un proceso de reevangelización del campo, durante el cual se fundaron numerosas parroquias. Hacia 1910 la fe y el respeto al clero católico seguían siendo extremadamente fuertes en el país; la población era abrumadoramente católica.
Este panorama fue trastocado por la Revolución. Francisco I. Madero, quien era espiritista, continuó la política de Díaz de conciliación con la Iglesia y protección de la minoría protestante. Luego del asesinato de Madero, un importante sector del constitucionalismo acusó a la Iglesia en su conjunto, sin argumentos sólidos, de haber apoyado al régimen usurpador de Victoriano Huerta. Con esta justificación comenzó una nueva etapa de anticlericalismo mexicano, de una violencia y un sectarismo sin precedentes, que se prolongó desde 1914 hasta 1938, con una fase de relativa calma entre 1920 y 1924, durante la presidencia de Obregón. Luego del triunfo del constitucionalismo ocurrieron saqueos de templos, que no respetaron ni a la catedral de la ciudad de México; se organizaron quemas públicas de imágenes, símbolos y vestiduras religiosas, y se vejó y encarceló a un buen número de sacerdotes.
El anticlericalismo llegó a uno de sus puntos culminantes entre diciembre de 1916 y febrero de 1917, cuando se reunió el Congreso Constituyente que produjo una nueva carta magna. La Constitución de 1917 prohibió, en su artículo 3o., la educación religiosa. El artículo 5o. proscribió las órdenes monásticas. El 24o. garantizó la libertad religiosa, pero confinó los actos de culto público al interior de los templos y los puso bajo vigilancia del gobierno. El artículo 27o. despojó a las Iglesias del derecho a adquirir, poseer o administrar inmuebles y declaró propiedad de la nación todos los lugares de culto.
El artículo 130 estableció el matrimonio como un contrato civil y desconoció la personalidad jurídica de las Iglesias. Les exigió a los ministros de culto ser mexicanos por nacimiento para poder ejercer su profesión; los despojó de sus derechos políticos, les prohibió criticar a las leyes, las autoridades o al gobierno en general y los obligó a inscribirse en un registro. Las publicaciones confesionales no podrían comentar asuntos políticos ni publicar información sobre los actos de las autoridades o sobre los individuos que tuvieran que ver con los asuntos públicos.
Estas disposiciones afectaron, en teoría, a todas las organizaciones religiosas. Serían una gran fuente de tribulación para los católicos y, en menor proporción, para los protestantes, a medida que el nuevo Estado, surgido de la Revolución, trataba de poner en práctica su visión de lo que debía ser el país; en el curso de este afán, encontró que la Iglesia católica era uno de sus principales obstáculos. Este nuevo recrudecimiento del conflicto entre el poder civil y el eclesiástico-católico en México ofrecía una nueva oportunidad para que un tercer sector en discordia, el de las minorías religiosas, incrementara su presencia en nuestro país. De nuevo, eso sería aprovechado sobre todo por los protestantes, pero también por nuevas confesiones cristianas.
A medida que transcurría la década de 1920 la situación religiosa en México se fue tensando. El Estado no fue abiertamente hostil hacia la Iglesia católica durante los últimos años de Venustiano Carranza -quien trató de atemperar las disposiciones anticlericales de la Constitución- ni bajo el gobierno de Álvaro Obregón, pero tampoco fue amigable con ella. La relación llegó a ser muy difícil durante el periodo presidencial del general sonorense, a consecuencia de los desafíos de la Iglesia a la Constitución y los intentos del gobierno por hacer valer la ley. Sin embargo, los adversarios nunca rompieron, a pesar de acontecimientos como la suspensión de la construcción del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, Guanajuato, y la expulsión del delegado apostólico. El panorama cambió cuando Plutarco Elías Calles llegó a la presidencia en 1924.
El gobierno del general Calles , acosado por la agitación obrera, las conspiraciones militares y la crisis con Estados Unidos por el arreglo de la cuestión petrolera, buscó apoyos internos y los encontró en los sectores anticlericales del régimen revolucionario, quienes obtuvieron a cambio una gran libertad de acción.
Esta corriente anticlerical, hostil sobre todo a la Iglesia católica, estaba integrada principalmente por personas provenientes del norte del país que llegaron al centro con el constitucionalismo: funcionarios, profesionistas, militares y comerciantes, admiradores de Estados Unidos y de su éxito, que atribuían al protestantismo. Un buen número de ellos eran protestantes que, a decir de Jean Meyer, repetían “por su cuenta toda la propaganda anglosajona contra el pasado colonial católico de México”. A esa influencia se agregó una segunda, la de la masonería, y una tercera, la de un sector de maestros y militares conocidos como los “desfanatizadores ” El resultado fue, paradójicamente, una forma de religiosidad antirreligiosa que, una vez instalada en posiciones de poder, comenzó a perseguir a la Iglesia y los creyentes católicos.
Una consecuencia de sus raíces protestantes fue la benevolencia y el apoyo que los regímenes de Obregón y Calles mostraron hacia las minorías religiosas cristianas; ambos favorecieron el proselitismo evangélico y poblaron los ministerios de protestantes. Al mismo tiempo que combatían a los establecimientos educativos católicos, encontraron fórmulas legales para permitir la existencia de cientos de escuelas protestantes y de otras denominaciones.
En cuanto a los desfanatizadores, su ideología fue resumida por el general Joaquín Amaro durante un discurso pronunciado en 1929. Tenían la convicción de que el clero católico, identificado absolutamente “con todos los enemigos de la Revolución”, se había convertido en un partido político de oposición, conservador y rapaz, y era la “causa única” de las desdichas que habían afligido a México desde la conquista española. Amaro se sentía satisfecho de que los militares revolucionarios combatiesen a ese clero católico, al que consideraba como el “instigador más fuerte y el elemento más poderoso” de los alzamientos y golpes de Estado que habían devastado a México.
Las provocaciones de la corriente anticlerical en contra de la Iglesia fueron en aumento, fortaleciendo las posiciones de los extremistas de ambos bandos. La jerarquía eclesiástica tuvo que reaccionar. El 4 de febrero de 1926 se publicó en el diario El Universal una declaración del arzobispo de México, José Mora y del Río, quien dijo que el episcopado, el clero y los católicos no reconocían y combatirían los artículos 3, 5, 27 y 130 de la Constitución. Meses más tarde, la respuesta del gobierno de Calles fue promulgar una ley reglamentaria del artículo 130, que endurecía el trato hacia la Iglesia, y que entró en vigor el 31 de julio.
Como medida extrema de resistencia, las altas autoridades eclesiásticas ordenaron la suspensión de cultos religiosos ese mismo día. Esa medida encendió la mecha de una nueva guerra civil: la rebelión de los cristeros, que ensangrentaría al país por tres años. En 1929, con la mediación del embajador estadounidense Dwight Morrow, el gobierno de Emilio Portes Gil y la jerarquía católica culminaron las negociaciones para reanudar el culto y terminar con la resistencia armada. Era una tregua, tan sólo una pausa en el conflicto Iglesia-Estado, que continuaría por cauces distintos durante la década de 1930.
Fue en este contexto, de acalorado enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, que se produjo la llegada a México de los testigos de Jehová, que en ese entonces eran conocidos como “los estudiantes internacionales de la Biblia”.28 Su implantación en nuestro país no sería nada fácil. Durante más de una década lucharían por sobrevivir y se enfrentarían al mismo tiempo a los efectos de un importante cisma. Finalmente se sobrepusieron, aunque en cierto momento estuvieron muy cerca de extinguirse. Sin embargo, en 1917, nada de eso pasaba por la mente de un joven mexicano que estudiaba en Texas ; no imaginaba que se convertiría en el introductor de una nueva religión en su país.
(Crédito de la foto: http://xn--mxicodesconocido-bqb.com.mx/)